sábado, 28 de mayo de 2016

Cuento de reflexión: El Cristo sonriente

  

El general Ricardo Álvarez, alias Cara de Palo era famoso por la exagerada disciplina que imponía a sus subalternos. Los habitantes de San Cipriano recordaban con gran temor aquel domingo negro, cuando ese tirano ordenó fusilar a tres de sus mejores combatientes, pues por un descuido había escapado un guerrillero. De nada valieron las súplicas angustiosas de las mujeres de aquellos soldados, ni mucho menos los rostros compungidos de los niños, quienes con los ojos llenos de lágrimas pedían clemencia para sus padres. Se dice que el llanto de una madre puede traspasar la coraza más dura, pero el general tenía el corazón petrificado. Pues, Cara de Palo pasaba indiferente ante aquellos ruegos, y se dice que sus ojos adquirían un brillo extraño cuando hacía ondear una bandera roja, como señal irrevocable de su decisión.

       Por otra parte, su crueldad era mayor con los guerrilleros que capturaba. A base de tormentos que ni la Inquisición hubiera imaginado, hacía que los prisioneros delataran a sus cómplices que permanecían ocultos en la sierra o mezclados entre la gente del pueblo. El apodo del militar no era para menos, de aquel rostro rígido la sonrisa había huido para siempre. Para los nativos de San Cipriano era un enigma su comportamiento. Sólo uno que otro, sabía que el infierno que llevaba por dentro lo obligaba a actuar de esa forma. Resulta que hace varios años, Cara de Palo era un hombre inmensamente feliz porque contrajo nupcias con Beatriz de Alba, una mujer de exuberante belleza. Durante tres años vivió en el Paraíso, hasta que un día ella le fue infiel. Debido a esa gran decepción, se dio de alta en el ejército.

    En el poblado vecino donde sucedió el engaño se comentó el suceso. Unos decían que Cara de Palo la había asesinado; otros afirmaban que la mantenía prisionera en un lugar secreto, y que por las noches la azotaba con el fuete de su corcel. Los menos severos, aseguraban que la había perdonado con la condición que se marchara del pueblo para nunca más volver. Verdad o mentira, la expresión del militar ya no fue la misma; la apacible mirada desapareció. En su lugar quedaron unos ojos penetrantes que parecían congelar a todo aquel que tuviera el arrojo de sostenerle la mirada. Desde el día de aquella traición, su única obsesión fue descargar el odio que lo carcomía por dentro en los guerrilleros con quienes se batía en el campo de batalla.

    En el pueblo de San Cipriano vivía doña Nubes, una viejecita casi sorda y casi ciega a la que todos querían. Dicho mote se lo adjudicaron los chiquillos de su barrio porque ella tenía en los ojos esas adherencias que la gente llama “nubes”. Una mañana, mientras la anciana barría la calle, un objeto extraño se enredó entre las cerdas de la escoba,  haciéndole más difícil su labor. Tomándolo entre sus arrugadas manos, lo acercó a sus cansados ojos. Encontrándose frente a lo que parecía una estampa religiosa, cuya imagen ella llamó: “El Cristo Sonriente”. Doña Nubes, con fervor la acomodó en el nicho de la habitación de aquella vieja casona en la que ella vivía.

    Cierta noche, Lupillo, el único nieto de la viejecita se fugó de su casa en compañía de otros adolescentes para unirse a la guerrilla. Hasta que, un desafortunado día los soldados de Cara de Palo los capturaron en la sierra.

     La mañana siguiente, el militar reunió a todo el pueblo en la Plaza Principal. En el kiosco, Cara de Palo pronunció la sentencia: dentro de una semana, aquellos adolescentes serían pasados por las armas. Esa tarde, para aflicción del pueblo, en el cuartel, una bandera roja era ondeada por el viento.
    
   Cuando doña Nubes lo supo, se presentó ante el temido general para pedir clemencia, pero Cara de Palo prestó oídos sordos. Sin embargo, todas las mañanas, la viejecita hacía acto de presencia con la firme intención de convencer a aquel tirano. Pero el militar, al verla, pasaba de largo sin que su rostro reflejase emoción alguna. De nada valían súplicas ni bendiciones con que la ancianita le prodigaba cada vez que lo veía; realmente, Cara de Palo hacía honor a su sobrenombre. Sin embargo, la confianza de la noble mujer de que el militar cambiaría de opinión, nunca menguó; creía firmemente que el Cristo Sonriente, del que se había vuelto tan devota ablandaría a aquel duro corazón.
    
   Un día antes de la ejecución, sin saber por qué, Cara de Palo recordó la enjuta faz de doña Nubes. Desde esa mañana aquel rostro lo había perseguido. Siguiendo un impulso, el militar montó en su caballo e indagó el paradero de la anciana.
    Poco después, Cara de Palo atravesaba a grandes zancadas la huerta de aquella mujer. En seguida avanzó por el amplio corredor; el eco de las botas resonaba por la solitaria casona. Un murmullo que provenía del interior de una oscura habitación detuvo sus pasos. Como buen combatiente, cortó cartucho, y con cautela se asomó por la puerta que se encontraba entreabierta. Cara de palo, encontró a doña Nubes orando frente a un nicho rodeado de veladoras. Doña Nubes rezaba:

-  ¡Oh, Cristo Sonriente, te pido misericordia para mi Lupillo y los demás muchachos; son casi unos niños. Ablándale el corazón al general para que les conceda la libertad.  Sé muy bien que él no es tan malo como se asegura, algo en mi interior me lo dice.

En medio de la penumbra,  Cara de Palo descubrió a doña Nubes que oraba frente a un nicho rodeado de veladoras:

Cara de Palo contempló en medio de la penumbra doña Nubes, quien abrazaba con fervor  una estampa religiosa.   

-           Sé que me escuchas- oraba doña Nubes- Pues aunque estoy casi ciega, aún puedo ver la dulzura con que me miras y esa sonrisa que es toda una promesa.

Movido por la curiosidad, el militar se acercó detrás de la anciana, justo en el momento en que ella colocaba la imagen en el nicho. La luz de las veladoras iluminó la estampa. Lo que Cara de Palo contempló, conmovió hasta la fibra más íntima de su ser: el supuesto personaje religioso, era, ni más ni menos, que aquella fotografía que él se había tomado cuando cortejaba a Beatriz de Alba. Tal vez fue el humo del pabilo de la veladora o el petróleo quemado del quinqué, pues por la mejilla del general resbalaba una lágrima. Sin pronunciar palabra alguna, Cara de Palo dio media vuelta y se alejó lentamente.
       En el trayecto al cuartel, Cara de Palo meditó, por primera vez en muchos años, en su falta de calor humano. Una lucha se estaba librando en su interior y parecía que el bien podría ganar la batalla. Tratando de descargar su frustración, espoleó con furia al noble bruto, tratando con ello de no dejarse llevar por sentimientos impropios en un militar.

-           La imagen que tengo ante los demás no la voy a derribar por cuestiones sentimentales, ni me voy a dejar convencer por las vanas plegarias de esa anciana, pues si Dios existiera y se dignase enviar a un ángel a besarme el corazón, de seguro... ¡se envenenaría!

     Por varios minutos pensó en la forma en que aquella fotografía pudo haber llegado a doña Nubes, si la había perdido hacía muchos años. Realmente la expresión de los ojos enamorados en aquel retrato era tan cautivadora y apacible, que combinaba con la dulce sonrisa. Además, la abundante cabellera, la bien recortada barba y aquella camisa blanca le daban un matiz de santidad.

     A la siguiente mañana en el cuartel, el clarín y el redoblar de los tambores anunciaban que el pelotón de ejecución estaba listo para cumplir su tarea. Según se cuenta, hasta el mismo aire era preso de cólera por la ruin acción que se iba a cometer, pues azotaba sin descanso a la bandera roja que aún permanecía en el asta. Desde el otro lado de la muralla, los habitantes de San Cipriano escucharon la áspera voz de Cara de Palo. Sólo una ancianita acariciaba con fervor las cuentas de su rosario.

-           Pelotón, preeeparen armas.

-           Es un crimen sin nombre- dijeron algunos pueblerinos.

-           Aaapunten...

-           Bien decía yo; Cara de Palo no tiene perdón de Dios- expresó un anciano.

-           ¡Fuegooo!

-           ¡Maldito seas, Cara de Palo! Gritó la madre de uno de los ejecutados.

    Minutos después, las puertas del cuartel se abrieron. Los deudos entraron en busca de sus muertos, pero sus pasos se detuvieron de golpe; el único difunto que encontraron fue el general Ricardo Álvarez, alias Cara de Palo, quien por “circunstancias desconocidas” dejó escapar a los jóvenes guerrilleros, y además había ordenado su propio fusilamiento por cometer traición a la causa.

    La muchedumbre se alejó en silencio, Sólo doña Nubes acariciaba el inerte cuerpo del general. Se dice que las lágrimas y las “nubes” que cubrían los ojos de la anciana le impidieron apreciar que el rostro del militar esbozaba una tierna sonrisa.

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