Héctor Medina Varalta
Sabe esto, oh hombre, ¡la única raíz
del pecado en ti es desconocer tu
propia divinidad!
Recargado en la palmera de un oasis, un filósofo descansaba del largo y caluroso camino.
- ¡Qué angustioso es el sendero que conduce hacia la verdad!- se dijo -, es tan largo que parece no tener fin. En la ansiosa búsqueda, he dejado por huella parte de mi piel en los cactus del desierto; y por sudor, gotas de sangre en el camino. Y por más que me empeño en recorrerlo no logro llegar a mi destino.
El filósofo era un sincero buscador de la verdad. Desde su juventud había escudriñado libros místicos, filosofías orientales y textos esotéricos. Además de innumerables recorridos en diversas religiones y un decepcionante transitar en algunas sectas y sociedades secretas. Sin embargo, sus esfuerzos fueron en vano, ya que cuando creía percibir los destellos de la verdad, al tratar de llegar a ella, ésta se desvanecía como un espejismo en el desierto.
Aquel pensador refrescó sus agrietados labios en las aguas del oasis. Poco después curaba las heridas de sus pies, no sin antes haber contemplado con tristeza sus ropas hechas jirones. Era tal su desaliento que se podía asegurar que el ave de la derrota volaba sobre su cabeza.
De pronto divisó a una monja que con dificultad se dirigía hacia el oasis. Debido a la insolación la mujer cayó a la arena. El filósofo corrió a auxiliarla. La desconocida no pudo hablar, sólo emitía unos sonidos guturales, pues tenía puesta una mordaza en la boca y sobre ésta un mukha- vastrika (cubre boca hindú). Intuyendo que ella ansiaba liberarse de tan estorbosos objetos, se los quitó. La mujer, agradeciendo el noble gesto le tendió la mano. El filósofo la contempló bastante sorprendido, pues el rostro de la monja era de singular belleza.
Por unos instantes pensó que estaba siendo víctima de una alucinación. ¿Qué hacía esa mujer en medio del desierto, vestida con tan ridículo atuendo? Además, sobre el pecho y la espalda llevaba rodeado de cadenas infinidad de libros de rituales religiosos, reglamentos sobre ceremonias, manuales de oraciones especiales y toda una gama de los más exóticos libros de las religiones que el hombre profesa. Y como si esto no fuera suficiente, en las mangas y en la parte inferior del hábito estaban incrustados los más raros ídolos: Ghanesa (dios hindú con cabeza de elefante), un Buda, un busto de Confucio, otro de Lao-tsé, uno más de Siva, un Brahama de cuatro cabezas y un crucifijo de plata con incrustaciones de rubíes.
- ¿Alucino o esta mujer es una demente?
La desconocida esbozó una sonrisa, dejando apreciar en sus mejillas un par de coquetos hoyuelos.
- Ahora- dijo ella- ¿podrías quitar del hábito los estorbosos adornos que lo cubren?
Con grandes esfuerzos, el filósofo la liberó de las cadenas que la mantenían unida a los libros. En seguida, se dio a la tarea de desprender los pesados ídolos. La mujer, al sentirse libre se despojó de la parte superior del hábito dejando apreciar una exuberante cabellera, que al caer por sus hombros semejaba a una cascada dorada.
- ¡Dios mío!- exclamó él -. ¡Qué hermosa eres!
La voz de la supuesta monja lo sacó del embeleso.
- Ahora, desnúdame.
- Pe... pero no está bien que yo contemple tu desnudez.
La mujer abrió los labios, dejando apreciar una perfecta hilera de dientes.
- Hazlo; no te arrepentirás- dijo ella.
Con cierto nerviosismo, el filósofo la despojó delicadamente del hábito, tan sólo para encontrarse con un ropaje de rabino. En seguida por uno sintoísta, otro budista, uno más musulmán y toda una variedad de vestiduras clericales. Y mientras el filósofo proseguía con tan ardua tarea, éste se preguntaba el porqué de ello. Como si le hubiese adivinado el pensamiento, ella detuvo con delicadeza las manos que estaban a punto de desnudarla por completo.
- Yo no soy la causante de esta ridiculez.
- Entonces, ¿quién lo hizo?
- ¡El hombre!
Al escuchar la respuesta, el filósofo se sorprendió.
- Por el amor de Dios, ¿quién eres tú?
Y como el sol que sale por el horizonte, la voz de la mujer iluminó el entendimiento de aquel pensador.
- Yo soy quien tanto has buscado... ¡la verdad!
- ¿La verdad?- preguntó él con recelo.
- Así es; el hombre deseoso de complicarse la existencia, me vistió con diferentes y ridículos atuendos, satirizando lo que por naturaleza es bello.
De los ojos del filósofo fluyeron lágrimas de felicidad, pues al fin había terminado su largo peregrinar en busca de la verdad.
- Ahora que sabes quién soy realmente, ¿podrías quitar esta prenda que es la única que lo cubre?
El filósofo obedeció. Al quedar la verdad desnuda, contempló aquellos pechos de los cuales irradiaban una luz que formó un círculo; y del pubis fluyó en esplendor que tomó forma de triángulo, quedando éste último dentro del círculo. Al quedar frente a tan divina belleza, el filósofo se sintió invadido por un extraño y maravilloso éxtasis que le invadió de pies a cabeza, haciendo desbordar sus sentidos.
- ¿Cómo es posible que hasta hoy te haya encontrado?
- Siempre he estado contigo; pero tú no me conociste.
Al escuchar aquellas palabras, el filósofo la miró sorprendido.
- Divina verdad, no es mi deseo contrariarte, pero tu belleza es única que si te hubiese visto te habría reconocido.
- Amado mío, si nunca me descubriste fue porque estaba oculta en medio de tan ridículos ropajes. Pero, alégrate, ha llegado la hora en que dejes de alimentarte con el maná del desierto (los conceptos personales). Es tiempo de cruzar hacia Canaán, la tierra de leche y miel (adentrarse en sí mismo). ¿Quieres ir?
- ¡Es lo que más anhelo!
Por respuesta, la verdad le ofreció los labios. El filósofo posó su sedienta boca en ellos y bebió con avidez el néctar de tan divinos besos.
- Oh, ahora comprendo- expresó el pensador -, tú no te encuentras en los templos construidos por manos humanas, ni en los libros, ni en las religiones. Me habría bastado buscarte en el templo vivo que Dios mismo hizo: el hombre.
Instantes después, la verdad se dirigió a la Tierra Prometida, quedando como vestigio de su presencia las huellas de sus hermosos pies, impresas en la arena del desierto. Ya que el filósofo y la verdad se habían fundido en uno solo.
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