miércoles, 3 de junio de 2020

Depresión y genialidad

Segunda parte
La depresión en la literatura
Por Héctor Medina Varalta


 Sylvia Plath, tenía belleza, amor e inteligencia: la poetisa norteamericana se destacó por su brillantez intelectual y por su carácter chispeante desde su más tierna juventud. Sin embargo, la depresión endémica de su familia paterna-que cobró en ella una más de sus víctimas-, terminó con su vida y la convirtió en uno de los íconos más apreciados de la literatura contemporánea. Sylvia Plath nació en Boston Massachusetts, el 27 de octubre de 1932. Hija mayor de un  entomólogo alemán especializado en el estudio de las abejas y de una profesora de enseñanza secundaria, quedó huérfana de padre a los ocho años cuando este murió por las complicaciones de una diabetes mal cuidada. Los abuelos maternos se mudaron con la familia para ayudarla en la crianza de los niños cuando la viuda retomara su empleo como maestra. La literata descubrió tempranamente su vocación literaria. Ya a comienzos de la década de los años 50, durante sus primeros años en la Universidad de Smith, una prestigiosa institución para señoritas de la alta sociedad, había descubierto su vocación literaria.
La campana de cristal
En dicha universidad obtuvo varios premios, pero luego de tres años de trabajo febril, sufrió su primer colapso. Fue diagnosticada con depresión bipolar y tratada con electroshock como paciente ambulatoria. En agosto de 1953 intentó suicidarse por primera vez con una sobredosis de tranquilizantes, pero después de seis meses en una clínica privada para enfermos mentales, regresó a clases, aunque nunca se recuperó del todo. Luego de graduarse con el grado de summa cum laude, en 1955, ingresó a la Universidad de Cambridge con una beca fulbright. Conoció en aquel campo al poeta Ted Hughes, con quien comenzó un apasionado romance. La pareja contrajo matrimonio en 1956 en la Ciudad de Londres. Posteriormente se trasladaron a Boston y comenzaron una relación marcada por el tormento y las reconciliaciones. Sylvia Plath reanudó la psicoterapia que había comenzado luego de su primera crisis, y para contribuir al sustento del hogar, trabajó además como secretaria en el Departamento de Psiquiatría del Hospital General de Massachusetts, transcribiendo testimonios de pacientes que frecuentemente incluían el relato de sus sueños.
Precursora de la literatura feminista
Lo anterior le sirvió luego como valioso material para sus textos, cuando Plath retomó su carrera. En la década de los años 60, sus poemas empezaron a explorar en forma creciente el paisaje mental de su psiquis atormentada bajo la sombra de un padre ausente y de una madre con la cual había establecido una dependencia llena de resentimientos. Una preocupación obsesiva por la muerte y la resurrección recorre su novela “La campana de cristal” poblada de una tristeza y un cinismo que predominan también en “El coloso,” su primera antología. Junto con esta novela, aquellos textos la posicionaron como una de las escritoras norteamericanas más importantes de la historia. La mezcla de cómico desprecio de sí misma y de una furia incontrolable, pues, Hughes le fue infiel, la hicieron precursora de la literatura feminista que surgió posteriormente, en la década del 60 y del 70.
El suicidio de Sylvia Plath
Plath retornó a Londres con sus hijos, Frieda y Nicholas. Alquiló un piso donde había vivido W. B. Yeats; esto le encantaba a Plath y lo consideró un buen presagio cuando comenzaba el proceso de su separación. El invierno de 1962/1963 fue muy duro. El 11 de febrero de 1963, enferma y con poco dinero, Plath se suicidó asfixiándose con gas. Está enterrada en el cementerio de Heptonstall, West Yorkshire. Con la obtención del Premio Pulitzer, que le fue otorgado en forma póstuma en 1982, Sylvia Plath se consagró como una autora que no expresaba solo ideales feministas, ni que era preferida exclusivamente por las mujeres. Al hablar de los problemas reales de la cultura contemporánea en esta era de conflictos generacionales, de familias divididas y de profundas desigualdades sociales, su obra tiene el valor de interpretar toda una época y de conmover al lector actual, independientemente de su género. Con un estilo directo y sin miramientos, Sylvia Plath emite fuertes quejas de la traición y del autoritarismo. Sus poemas revelan su trágicamente herida personalidad, cuya expresión literaria deja ver un espíritu nihilista y escéptico, cuyo único refugio digno es el de la muerte.
Locura y genialidad



Citando una vez más a Brenot: “Si bien el genio está emparentado con la locura, también lo está con la infancia. El genio suele manifestarse muy temprano, y algunos han querido ver en esta precocidad el sello de la predestinación. El genio es un niño grande: se observa que los seres excepcionales conservan en la edad adulta la frescura lúdica de la infancia, su espontaneidad, su creatividad y su enorme curiosidad que innova e inventa el mundo a cada instante, tal y como se complace en recordar Germain Nouveau en Doctrine de l´amour: >> A veces el genio es la palabra de un niño>> ¿Acaso está hecho el genio de la ingenuidad creativa del niño y la experiencia vivida del adulto? Ciertamente eso no basta, ya que no todos los niños retrasados son genios; en la mayoría de los casos son inmaduros, están inadaptados y desorientados en un mundo que acepta mal la diferencia”. 
Si no matara animales me suicidaría
Guadalupe Loaeza, autora de la Puerta falsa, escribe: Ernest Hemingway (1899-1961) es uno de los escritores del siglo XX que cuenta con muchas facetas, curiosamente, todas contradictorias entre sí. Fue el gran novelista el renovador de la prosa narrativa y periodística en inglés. Fue gran amigo de las causas sociales y a la vez un hombre que pagaba con ingratitud a sus benefactores. Hemingway era paternalista y buen camarada, pero al mismo tiempo era irascible y rencoroso. Le gustaba la soledad. Era fotogénico. Le gustaban los gatos y los perros, pero era incapaz de decir frases como la siguiente: “Cazo y pesco porque me gusta matar, porque si no matara animales me suicidaría”. Quería a España con toda su alma, pero también a Cuba. Dicen que no le gustaba ser efectivista, pero colgó su medalla del Premio Nobel en el manto de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, para ganarse la simpatía de los lectores católicos de Cuba. Los personajes de Hemingway se enaltecen porque se enfrenta a las adversidades con el rostro que se presenten: en forma de león durante un safari, de tiburón a mitad del mar. No hay que olvidar que durante años, la causa de su muerte fue guardada celosamente por su viuda Mary. (…)
Los electroshocks eran inútiles
Lo peor vendría a partir de 1960. El carácter del escritor cambiaría drásticamente, como dice Fernanda Piviano: se volvió irritable y paranoico: pensaba que el FBI lo seguía. También comenzó a tener pesadillas angustiantes e insomnio. Había dejado de beber, pero se encontraba de mal humor. Por si fuera poco, su vista comenzó a debilitarse. Finalmente, decidió internarse en una clínica de Minnesota con el nombre falso de George Xaviers. Ahí le descubrieron diabetes, presión alta, sentimiento de culpa y delirio de persecución. Aunque se trató de mantener el secreto, los medios se enteraron y empezaron a asediarlo. Quiso regresar a Ketchum, el pueblo donde estaba viviendo luego de dejar Cuba, pero la soledad no le hizo bien y nuevamente fue internado, en la clínica lo mantuvieron en una habitación vigilada sin teléfono ni máquina de escribir. Hemingway no quería estar ahí. Los electroshocks que le aplicaban eran inútiles y no solucionaban sus manías. Luego de mucho insistir fue dado de alta y regresó a su casa en Ketchum, a donde llegó luego de cuatro días en carro. Llegaron el 30 de junio de 1961.  
¿Quién de nosotros está libre de sufrir?  
Mary dijo que había puesto las escopetas bajo llave, pero las llaves estaban a mano en la cocina. El primero de julio transcurrió relativamente tranquilo, aunque Hemingway se encontraba muy nervioso por el FBI. En la noche se acordó de una vieja canción italiana y la cantó con Mary. Parecía más calmado y menos tenso. Al otro día, Hemingway tomó las llaves de la cocina, buscó una escopeta y se disparó. Los tres hijos del novelista llegaron a velarlo y, cuando se saludaron, se dieron cuenta que se habían visto en 1941, cuando su padre los llevó a Montana. Al entierro llegó tanta gente que solo se pudo entrar con invitación.
De acuerdo a Jessica Wolf, en su libro Superando el duelo después de un suicidio. Las experiencias de los que se quedan, comenta: “El suicidólogo y tanatólogo estadounidense Edwin Shneidman (1982), quien acuñó conceptos como el de suicidología y otros como el de autopsia psicológica y posvención, propone una-a mi parecer- sencilla pero efectiva reflexión sobre el tema del suicidio: ‘De la misma manera que existe un umbral para el dolor físico, el cual varía de una persona a otra e incluso en la misma persona a lo largo de su vida, existe un umbral para el dolor para el dolor psíquico o emocional. Con ello, Shneidman quiere decir que si el dolor emocional de alguien se acerca en un momento particular de su vida, al umbral, la persona puede llegar a considerar el suicidio como una alternativa de alivio o salida de dicho dolor. El autor se aleja de las ideas que buscan explicar el suicidio sobre bases biológicas y genéticas, para dar paso al dolor como explicación común a todos estos actos. Esto es revolucionario porque no estigmatiza a quien lo intenta o lo lleva a cabo y permite a los demás a hacer una lectura mucho más compasiva del suicidio. ¿Quién de nosotros está libre de sufrir del dolor en esta vida? NADIE. ¿Puede este dolor llegar a tocar nuestro umbral? Sí, en muchas ocasiones. Desde esta mirada, el suicidio se considera como resultante de una crisis emocional intensa

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