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jueves, 19 de octubre de 2023

 

BY  Héctor Medina Varalta

Aquel anciano de caminar cansado y de una mirada tan triste que parecía perderse en la lejanía, presenciaba cómo un hombre reprochaba a su hijo el haber pasado el año escolar con bajo promedio. El niño, temblando de miedo era incapaz de pronunciar palabra alguna, pues los sollozos se lo impedían. Los rostros felices de los alumnos que salían de esa escuela pasaron indiferentes  ante aquella escena.

  

 

 El progenitor de aquel escolar, deseoso de darle una lección se aflojaba el cinturón dispuesto a darle una tunda. Sin embargo, el brazo de aquel hombre quedó suspendido en el aire, pues una mano se lo impidió. Con los ojos centellando por la ira, volteó para descubrir quién había sido el atrevido, pero al darse cuenta de que se trataba de una persona de avanzada edad lo invitó a retirarse. No obstante, el anciano no hizo caso. En tono de súplica, le pidió le concediera tan sólo unos minutos para conversar. Había algo en aquella mirada que su interlocutor no pudo negarse.

    Poco después en la banca de un parque aquellos desconocidos dialogaban. A un lado de ellos, el niño tenía la mirada fija en su boleta de calificaciones. Una pareja de novios, recostada en el pasto escuchaba en un pequeño radio de transistores, la canción  Por un caminito, interpretada por Leo Dan. El anciano ofreció un cigarrillo a ese padre de familia. Así, entre bocanadas de humo y alguno que otro sollozo del niño, el viejecito relató una triste historia.

 -      Verá usted- expresó- corría la década de los años sesenta, fecha en la que un padre de familia prefiere no recordar con exactitud...

  El anciano hizo una pausa, su mente lo trasladó hasta aquella época. Era un final de cursos, los alumnos esperaban con ansiedad saber con que promedio habían aprobado. Uno de aquellos rostros infantiles destacaba por la sonrisa de satisfacción que tenía. Se trataba de Juanito: por fin había aprobado el tercer año con equivalente de ocho y medio. Su alegría era justificada, los años anteriores su promedio no pasó de siete.

 -      Estoy seguro- pensó el escolar- que esta vez mi papá me comprenderá, pues sólo me faltó punto y medio para entregarle la calificación que me exige.

    El niño contemplaba con orgullo una y otra vez la boleta de calificaciones, con la firme intención que con un poco más de empeño, el siguiente año escolar le entregaría a su padre el diez tan anhelado. Sin embargo, cuando el escolar llegó a su casa, el señor Rangel, como en otras ocasiones se disgustó tanto, que le impuso el castigo de costumbre: dejó de dirigirle la palabra hasta que las clases reanudaran.

    Para Juanito ese castigo era más cruel que si su progenitor le hubiese dado una paliza. No obstante, al cabo de unas horas, el señor Rangel pareció condolerse de su hijo. Con voz solemne le comunicó su decisión.

   -      Juan. Irás a la capital a tomar un curso de verano, a ver si así se refresca tu memoria. Y a tu regreso, por ningún motivo, deseo que me abraces y mucho menos se te ocurra darme un beso, hasta ver primero el diez que te pido. Pues bien sabes como detesto la mediocridad. ¿Lo entendiste, jovencito?

    Las lágrimas del niño resbalaban por sus mejillas humedeciendo el suéter rojo del uniforme. Juanito le suplicaba que le tuviera paciencia ya que sus calificaciones habían mejorado. Pese a ello, su padre permaneció inflexible. A fin de cuentas, el niño no tuvo más remedio que prometer que haría hasta lo imposible con tal de regresar con un diez.

    Pachita, una sirvienta de rasgos indígenas contemplaba con tristeza la escena; deseaba intervenir, pero temiendo agravar la situación desistió en su propósito. Sin embargo, esa noche mientras el niño dormía, armándose de valor se dirigió a la biblioteca en la que todas las noches el empresario se embebía. Con voz tímida, Pachita expresó sus sentimientos.

 -      Siñor, el corazón de Juanito se está amargando. No sea ansina con él, es tan sólo un niño y...

 -      ¡Cállate, eres una sirvienta iletrada y no debes meterte en asuntos que no te incumben!

 -      Patroncito, yo no sé leer ni escrebir, pero ansina como soy quero a Juanito con todas las juerzas de mi alma. Asté no se imagina cómo sufro al verlo con semejante tirisia.

    Sin embargo, las buenas intenciones de Pachita fueron infructuosas, pues días después, Juanito en compañía de una veintena de niños volaba rumbo a la gran metrópoli. Pero el avión no llegó a su destino: una falla en los motores se lo impidió, estrellándose en plena sierra.

    Cuando el señor Rangel llegó al aeropuerto en compañía de Pachita para recoger el cuerpo de Juanito, una fila de ataúdes blancos los esperaba en uno de los hangares. Aquella mujer, al ver el dolor de su patrón, se dio a la tarea de averiguar cuál era el féretro del niño que ella tanto había amado. Una trabajadora social señaló uno de ellos. Con los ojos cuajados de lágrimas y el corazón lleno de angustia, Pachita llevó al empresario ante la caja mortuoria, y con la voz entrecortada por los sollozos, expresó:

 -      Don Aljonso, ahí tiene su mercé lo que tanto le pidió a mi niño.

 -      ¡Noooo! ¿Por qué, Dios mío?

 El señor Rangel abrazaba el féretro, mientras que sus sollozos convulsionaban su cuerpo.

 -      ¡Perdóname, perdóname hijito de mi vida!

 Aquel hombre había visto estampado sobre el ataúd del niño... ¡el número diez! Juanito había cumplido su promesa.

 

                                                ***

 

     Un suspiro brotó de aquellos labios marchitos que habían concluido la narración. En cambio, su interlocutor permanecía demasiado pensativo. El niño, con los ojos brillosos observaba a su padre a la expectativa. Con manos temblorosas su progenitor encendió un cigarrillo, para luego permanecer unos instantes con la mirada perdida en el horizonte. Poco después, abrazaba a su hijo.

 

-      Perdóname Enrique; te he exigido lo que yo no he podido ser.

    El anciano contemplaba enternecido la escena. “Reconocer los errores- dijo- y pedir disculpas ennoblece al hombre”.

    Aquel padre de familia enjugó una indiscreta lágrima que surcaba su mejilla y expresó:

 -      No se imagina cómo le agradezco el tiempo que invirtió en mi persona; sus palabras me ayudaron a reflexionar, y lo más importante... a cambiar de actitud.

 -      Me da gusto saberlo.

 -      Hijo, ¿qué te parece si por las noches te ayudo a estudiar? Vas a ver que trabajando en equipo, el siguiente año escolar mejorarán tus calificaciones.

 -      ¿Y si te enojas porque no aprendo pronto las tablas de multiplicar?

  -      Te prometo que jamás volverás a escuchar de mis labios reproche alguno, hijo mío.

    Poco después padre e hijo se retiraban abrazados. El escolar iba feliz haciendo planes para el futuro, y curioso como todo niño, preguntó a su padre:

 -      Papi, ¿quién era ese señor?

 -      Creerás hijo, sus palabras me emocionaron a tal grado que no tuvimos oportunidad de presentarnos. Pero ten la seguridad que ha de ser un excelente padre de familia.

    El anciano que había escuchado la pregunta del niño, cerró los ojos y un rictus de dolor se dibujó en su semblante. Después musitó para sí.

  - Soy Alfonso... Alfonso Rangel.


La promesa de Juanito Cuento para padres exigentes

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