Por la Dra. Beatriz Corona Figueroa, Coordinadora del Comité de Investigación del Decanato de Ciencias Sociales, Económico y Administrativas Las noticias sobre la variante Ómicron comenzaron a escucharse desde principios de diciembre. Entonces, como en la primerísima ola (en aquel lejano marzo de 2020 que parece de otra vida), esta nueva etapa de la pandemia apareció antes en otros países fue mostrando su comportamiento más contagioso, con síntomas y gravedad aún no determinados entonces.
Nuevamente, como entonces, la situación incrementada por el muy próximo período vacacional, las precauciones se minimizaron y las estrategias para reducir los contagios fueron insuficientes.
La mayoría de nosotros, en mayor o menor medida, nos hemos acostumbrado a seguir las noticias, y a veces sólo vamos de ola en ola: después de alfa nadie pensaba que pudiera venir una Beta, después de Beta nadie pensaba que fuera a llegar Delta.
Cuando todos pensábamos que allí quedaba la cosa y podíamos volver casi a la normalidad perdida–nunca olvidada–llega esta nueva variante tan o más transmisible que la enfermedad bacteriana infecciosa más contagiosa (el antediluviano sarampión) y cuyos efectos aparentemente más leves lo son solamente por el efecto reductor de las vacunas. La supuesta levedad de esta variante es engañosa, pues minimizarla no ha hecho que se reduzcan ni los contagios ni las hospitalizaciones y, lo que en términos de salud mental es peor: la desesperanza y el desánimo en nuestro contexto y en la población en general.
También nos hemos acostumbrado a las diferentes reacciones emocionales que la pandemia ha producido y que yo asemejo a un prolongado y complicado proceso de duelo: primero vino la negación cuando hubo quien dijo que por comer tacos en la calle los mexicanos no padeceríamos los efectos de la pandemia y después apareció la ira cuando muchos nos vimos forzados a permanecer en casa.
Como tercera fase vino la depresión cuando fuimos conscientes de cuánto de la vida como la conocíamos se estaba perdiendo; después la negociación cuando entendimos que si hacíamos ciertas cosas podríamos aumentar las posibilidades de estar bien y finalmente la aceptación, que viene cuando se adquiere la capacidad de continuar con nuestras vidas a pesar de la pérdida.
En este sentido lo hemos venido haciendo, asumiendo los cuidados, los cambios, las renuncias, y, aunque no dejamos de añorar muchas de las cosas que antes hacíamos, hemos continuado con nuestras actividades en la medida de lo posible o incluso, adquirido unas nuevas.
Hay autores recientes que agregan al proceso de duelo una nueva etapa: el aprendizaje. Éste implica llegar a una situación más evolucionada que la que teníamos antes de la pérdida.
Tal hecho, probablemente identificado en duelos más, digamos, “tradicionales”, no ha alcanzado a explicar del todo los procesos que hemos experimentado ante esta prolongada situación, puesto que, aunque algunos hayamos adquirido algo nuevo o incluso identificado algunas ventajas (educativas, comerciales, estilos de vida), nadie con un poco de conciencia podría decir que “agradece” a la pandemia por tales o cuales aprendizajes o hábitos, que, dicho sea de paso, ya estaban a nuestro alcance y no explotábamos. Explotar las oportunidades ¿Cómo enfrentar entonces esto que desde hace meses los científicos identificaron como “fatiga pandémica”? Puede haber muchas respuestas y muchas alternativas, y quizá las generalizaciones no expliquen lo que cada uno de nosotros padece ni cómo ajustamos nuestro afrontamiento.
El pasado 29 de octubre de 2021, el destacado Dr. Julio Frenk Mora, mundialmente reconocido ex secretario de salud mexicano, recibió un Doctorado Honoris Causa por parte de la Universidad Autónoma de Guadalajara. En su brillante discurso, el Dr. Frenk expuso la necesidad de una “mejor normalidad”, en vez de la “nueva normalidad” que hasta entonces se identificaba para los cambios surgidos de la vida en pandemia.
Mi visión sobre el concepto “mejor normalidad” implica que el doloroso y complicado proceso de duelo que hemos experimentado durante dos años nos ayude a tener una visión más madura de la vida, más consciente y hasta generosa de la que teníamos antes.
¿Por qué no podemos ser creativos para encontrar la mejor manera de llevar nuestras relaciones interpersonales a pesar de la falta de contacto físico? ¿Por qué no pueden ser mejores nuestros hábitos de salud, aunque no los podamos desarrollar como antes lo hacíamos, o justamente, por eso? ¿Por qué no vivimos nuestra vida con mayor intensidad y consciencia ahora que ésta se ha visto amenazada? ¿Por qué no nos acercamos a los demás para un verdadero contacto ahora que, tristemente no sabemos por cuánto tiempo los tendremos? ¿Por qué no expresamos nuestras experiencias de diversas maneras ahora que, por fin, sabemos que las compartimos con muchas otras personas a nuestro alrededor y que, muy seguramente no seremos juzgados?
Siempre que hay un Año Nuevo, la tradición es hacer propósitos. Los lugares comunes como lograr un peso más acorde a nuestros deseos o adquirir buenos hábitos como el ejercicio o el ahorro no deberían dejarse de lado ahora, sino por el contrario, conservarlos y agregar algunos inéditos como agradecer a Dios cada noche y cada mañana por la vida, por la salud y por la capacidad de disfrutar, y agradecer a quienes nos rodean por estar allí, por entendernos, por ser nuestros compañeros de vida… elogiar sus cualidades y recordarles lo importantes que son para nosotros.
Sabemos que estamos expuestos a una angustia crónica e intermitente ante cada variación en la evolución de la pandemia; sin embargo, los recursos internos van a ser nuestros mejores aliados. Se ha hablado de resiliencia, afrontamiento y manejo del estrés entre otros recursos; todos ellos son muy buenos, pero la variación ahora es probar incluir el agradecimiento como la mejor vacuna y el mejor refuerzo para la desesperanza.
Si lo practicamos, descubriremos que algo aparentemente tan simple como el agradecimiento nos aporta una posición totalmente diferente a aquella que tenemos cuando estamos inconformes, molestos y resentidos ante las situaciones de la vida.
Las actitudes que aniquilan el espíritu son tanto o más peligrosas y contagiosas que la pandemia viral que nos azota y si las permitimos, no podremos culpar a las circunstancias fortuitas.
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